Narcoinsurgencia, la guerra sin utopía

AGENDA CIUDADANA

"Desafortunadamente el concepto de narcoinsurgencia es válido porque en esta guerra los rebeldes sí tienen un objetivo político: controlar la vida pública local"

Lorenzo Meyer

El domingo pasado en Indiana, Estados Unidos, el senador republicano por ese estado, Richard G. Lugar, abordó el tema del narcotráfico en México y afirmó ante un auditorio compuesto por mexicanos que asistían a un curso para fiscales, jueces y agentes, que en nuestro país los cárteles de la droga se han convertido "en una forma de narcoinsurgencia", (Reforma, 26 de septiembre). Algo muy similar había dicho ya el 8 de septiembre en Washington la secretaria de Estado Hillary Clinton al asimilar la actual situación de México a la de Colombia hace 20 años. La reacción negativa del Gobierno de Felipe Calderón por la comparación de la señora Clinton, llevó a que el propio presidente norteamericano, Barack Obama, corrigiera de inmediato a su secretaria. Sin embargo, esta vez lo dicho por el siempre mesurado senador Lugar ya no produjo una reacción tan airada en "Los Pinos", quizá por considerar que resultaría contraproducente.


Antes de analizar lo dicho en Indiana vale la pena hacer hincapié en quien lo dijo. El senador Lugar es el republicano con más antigüedad en el Senado; empezó su carrera en 1976 y en 2006 -su reelección más reciente- reafirmó lo sólido de su base política: ganó el 87% de los votos. Su posición en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado es sólida como roca. Esa circunstancia más lo generalmente moderado e informado de sus posiciones, lleva a que con frecuencia éstas tengan un apoyo bipartidista, de ahí la importancia de sus pronunciamientos.

El corazón del argumento de Lugar está contenido menos en el concepto de narcoinsurgencia y más en esta afirmación: "Las organizaciones que desde México llevan a cabo el tráfico internacional de drogas representan la amenaza más inmediata a la seguridad nacional de Estados Unidos en el Hemisferio Occidental".

No es la primera vez que alguien en tiempos recientes considera que en México se está incubando un peligro para Estados Unidos. Quizá la posición más radical la formuló el ya desaparecido politólogo de Harvard, Samuel P. Huntington, que vio en la migración masiva a Estados Unidos de hispanos, en particular de mexicanos, un peligro para la preservación de los valores que hicieron grande a ese país: los de la cultura anglosajona, (¿Quiénes somos?: los desafíos a la identidad estadounidense, Paidos, 2004). El enfoque más imaginativo corresponde a George Friedman, un analista que supone la posibilidad de una guerra entre México y Estados Unidos al final del siglo XXI y cuyas raíces estarían también en la migración, (The next 100 years: a forecast for the 21st century, Cap. 13, Stratfor, 2009).

El senador Lugar considera que los cárteles de la droga de México pueden ser una amenaza para la seguridad norteamericana porque esas organizaciones ya han logrado construir una verdadera infraestructura en Estados Unidos para la introducción y distribución de la droga y el "lavado" de dinero. El senador le propone al presidente Obama reaccionar con un aumento de los recursos que se dan al Gobierno mexicano para enfrentarse a los "narcoinsurgentes" y un aumento de las acciones de Inteligencia de parte del gobierno norteamericano -acción de agencias militares y civiles- en la frontera para detener el paso de drogas a Estados Unidos y el de armas a México. . De acuerdo con lo dicho por el senador de Indiana, "el problema ya está dentro de Estados Unidos", implicando que éste se generó en México y migró al norte del río Bravo. Sin embargo, desde la perspectiva mexicana bien se puede decir lo opuesto: que "el problema" se originó en Estados Unidos y que ahora es una amenaza mayúscula para la seguridad nacional de México. Y es que justamente el que en nuestro poderoso vecino esté la principal fuente de la demanda de drogas ilícitas y la principal fuente de armas para los narcoinsurgentes, permiten decir que la seguridad mexicana está en un peligro mayor que la norteamericana -esto lo reconoce Lugar- como resultado de los efectos negativos que en un país como México, con instituciones políticas y jurídicas muy débiles, producen los miles de millones de dólares que ingresan como resultado de la adquisición de drogas por varios millones de norteamericanos.

Es aquí donde conviene recordar que antes de que la Comisión de Shanghái propusiera en 1909 declarar ilícito el tráfico de opio, los grandes fomentadores del comercio y consumo de esa droga en China -de donde se extendió a otros países-, fueron no sólo los británicos sino también prominentes comerciantes norteamericanos de Boston y Nueva Inglaterra que acumularon fortunas enormes que luego trasladaron a campos más respetables. Como sea, el tiro que salió por la culata del comercio imperial del opio, también terminó por pegarnos a nosotros, que nada tuvimos que ver en su gestación.

En México el tráfico de sustancias ilícitas ha adquirido la dimensión monstruosa que hoy tiene debido a la vecindad con Estados Unidos. Sin embargo, a estas alturas, resulta un tanto académico, insistir en dónde se originó el actual problema del narcotráfico. La asimetría de poder y recursos entre la nación consumidora y la nación proveedora ha llevado a hacer crecer de manera extraordinaria el cáncer binacional del narcotráfico, pero finalmente la forma de definir y de actuar sobre ese mal la dicta de manera unilateral la nación fuerte. La propuesta del senador Lugar es bien intencionada, sin duda, pero no deja de mostrar lo de siempre: que Estados Unidos es quien puede y debe actuar en relación a México, pero sin que exista la posibilidad inversa.

La política esbozada por el senador Lugar no es muy diferente de las que Washington hizo y llevó a cabo durante la Guerra Fría para enfrentar a las guerrillas que amenazaban a sistemas proamericanos: auxiliar al gobierno bajo asedio con armas, equipo y asistencia técnica, pero sin revisar y reformar el trasfondo social del que se nutrían quienes desafiaban al orden existente.

El Gobierno mexicano, por su parte, rechaza el concepto de narcoinsurgencia empleado por la secretaria Clinton y el senador Lugar porque, asegura, al crimen organizado que opera en México lo que le interesa es simplemente aumentar sus ingresos ilícitos y no tiene las características de los insurgentes clásicos: un proyecto político nacional alternativo. Lo anterior es cierto, pero Lugar y otros consideran que los criminales organizados sí tienen objetivos políticos como parte de su obvio proyecto económico. Además, conviene añadir que las filas del crimen organizado se nutren, como las de las insurgencias clásicas, de las clases dominadas, de esas que tienen poco que perder y mucho que ganar en el enfrentamiento.

La política del narco o narcopolítica es tan clara como brutal. El asesinato reciente de un candidato a gobernador y de un creciente número de alcaldes y funcionarios locales en las regiones donde el narcotráfico es más activo muestra que sus dirigentes buscan controlar la estructura de autoridad formal que está a ras del piso social. De acuerdo con cálculos de Edgardo Buscaglia, en 2008 el narcotráfico ya controlaba el 8% de los municipios y había infiltrado sus células en el 63%, (Proceso, 21, de septiembre, 2008).

Hasta mediados del siglo pasado el narcotráfico en México era un problema que el régimen priista mantenía bajo control, pero cuando la importancia de su mercado externo aumentó y el antiguo régimen perdió vigor, los narcotraficantes se sacudieron ese control y hoy los papeles se han invertido y son los cárteles de la droga los que buscan ser el actor dominante y subordinar a la clase política. Y van muy deprisa en su empeño. En 2007 los asesinatos relacionados con el narcotráfico fueron 2,275, pero en lo que va de este año ya suman alrededor de 8,500; un aumento del 373%. Si se sigue por ese camino, México simplemente va a ser un país donde la lucha sea de todos contra todos, esa que Tomás Hobbes imaginó para caracterizar algo que no existía: el estado de naturaleza.

La demanda de drogas ilícitas es un fenómeno cuyas causas primeras y más fuertes se encuentran fuera de México. Esa demanda ha dado lugar a un problema que afecta nuestra seguridad, nuestra forma de vida y la soberanía nacional misma. Urge un enfoque nuevo, realmente binacional y que vaya más allá de la acción armada.

Nuestra crisis nacional debería desembocar en una reforma del Estado y de la sociedad mexicana que generase los elementos mínimos de utopía que sirvieran para neutralizar las raíces y las razones de la narcoinsurgencia.

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