Raíces neoliberales de los cultivos transgénicos
ALEJANDRO NADAL
“Queda por indagar si los inventos mecánicos han aligerado el trabajo humano”, preguntaba John Stuart Mill en sus Principios de economía política. Marx le responde: ese no era su objetivo. Las máquinas, como cualquier invento capitalista, son un método particular para incrementar la tasa de ganancia.
Los cultivos transgénicos son un instrumento del capital para transformar un proceso de producción. Su objetivo no es combatir el hambre, ni terminar con la pobreza. Tienen otra finalidad: imponer la racionalidad del capital y transformar el campo en espacio de rentabilidad. Son el último eslabón de una larga cadena de esfuerzos por dominar un ámbito que le ha resistido tenazmente.
En la agricultura el capital simplemente no ha podido apropiarse del proceso productivo para moldearlo a sus necesidades. Y es que en el campo el capitalismo no puede someter al clima o sujetar la visita inoportuna de plagas y otras calamidades. Vaya, no controla ni el tiempo de producción, ni la porosidad del proceso de valorización del capital. Tampoco controla los humores, tiempos y tradiciones de los campesinos. Y eso sí que le duele: no controlar al trabajador.
Cierto, la agricultura fue sojuzgada desde afuera, imponiéndole términos de intercambio desfavorables (precios bajos al productor, costo elevado de insumos). A escala macroeconómica, la agricultura fue convertida en fuente inacabable de mano de obra y alimentos baratos para mantener una norma salarial adecuada a la acumulación capitalista.
Pero el campo no es una fábrica y el proceso directo de producción no es fácil de intervenir. El capital quiso controlarlo por la mecanización, la difusión de insumos agro-químicos y semillas modificadas para aumentar rendimientos (toneladas por hectárea). Por cierto, entre 1950-1970 los fitomejoradores lograron dichos incrementos pero con costos sociales y ambientales considerables. Lo más importante es que desde el punto de vista del capital, el control del proceso de producción en el campo siempre fue incompleto.
No importa que algún mentecato o un funcionario prevaricador afirme que los cultivos transgénicos son la respuesta al hambre, porque en realidad no están diseñados para aumentar los rendimientos de manera significativa. Por ejemplo, muchos estudios concluyen que los rendimientos de los cultivos transgénicos han permanecido estables o incluso han sido inferiores a los de cultivos tradicionales. Otros indican que en algunos casos pueden aumentar, pero se trata de incrementos marginales, nada comparable a los aumentos en rendimientos que produjo la revolución verde.
Para que un cultivo transgénico permita aumentos en rendimientos comparables a los de la revolución verde se necesitaría modificar la arquitectura de una planta. Para lograr ese resultado habría que manipular una mayor cantidad de genes. Esa proeza exigiría una capacidad tecnológica que hoy no está disponible y probablemente nunca lo estará. Si la biotecnología pudiera manejar el mismo número de genes que el de patentes que controlan los abogados de las empresas trasnacionales, quizás las cosas serían distintas. Se ha dicho que los biotecnólogos quieren jugar a dios. Sería más certero decir que sólo juegan al aprendiz de brujo con unas cuantas piezas extraviadas de un lego que no conocen.
Si los cultivos transgénicos son el mejor ejemplo de una trayectoria tecnológica fallida, ¿por qué se interesa el capital en ellos para acometer con nuevos bríos esta lucha por dominar el campo? Porque las empresas trasnacionales no han recuperado las inversiones que hicieron en su apuesta con esta tecnología fracasada y hoy la crisis les aprieta por todos los frentes.
Desde Guadalajara, el director de la FAO miente. Dice que la meta de reducir el hambre en 50 por ciento se podría cumplir con la aplicación de la biotecnología. Nada más alejado de la verdad. Habría que recordarle que aun los aumentos en rendimientos de los años sesenta no pudieron acabar con el hambre: ¿por qué será?
Su retórica enseña a qué grado se ha envilecido la FAO frente a las trasnacionales de la biotecnología. El hambre en el mundo es producto de un modelo económico cimentado en la explotación y la concentración de riqueza. La desnutrición es fruto de un sistema excluyente que impone el monocultivo comercial y el sometimiento al poder de unas cuantas corporaciones gigantes. Por si no se han enterado, la crisis global es engendro del sistema neoliberal que hizo todo esto posible. En lugar de proponer reformas, el director de la FAO (y sus comparsas en el gobierno mexicano) recomiendan todo aquello que signifique continuar con el modelo neoliberal. Es claro: la bestia neoliberal está herida, pero eso no la hace inofensiva.
En los cultivos transgénicos tenemos el mejor ejemplo de una forma de ciencia que es poderosa en la medida en que es ignorante. “La ciencia como dominación sacrifica a la ciencia como conocimiento”, escribía Paul Valéry en sus Historias quebradas.
http://nadal.com.mx
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